La semana pasada comentaba con un amigo las peripecias de mi último viaje, cuando entramos en el debate de que por qué me gusta este tipo de viaje, si como bien afirmo, en algunos momentos se me hace duro. Es cierto que a nadie le crea una especial satisfacción el pasar 10 horas metido en un taxi brousse africano, enlatado como una sardina, compartiendo 2 asientos entre 3 o 4 personas, sin sitio para las piernas y sin un reposacabezas decente donde poder echar una cabezada. Por descontado todo el mundo prefiere cenar en un buen restaurante, a la luz de una vela y con una buena botella de vino disfrutando de un atardecer en una playa paradisíaca, y yo el primero.

Pero reconozco que en el fondo, quizá tenga algo de masoquista, me gusta el compartir con un africano tantas horas, entablar conversación con él, que me cuente su vida, a que se dedica, por qué está haciendo ese viaje, cuántos hijos tiene, y compartir nuestras vituallas, para así descubrir los mata hambres de ese país. Al final él, extrañado de que un mzungu o un vazahara, en definitiva, un hombre blanco, viaje en el mismo medio que él y no en alguno de esos 4×4 con aire acondicionado que pasan a toda velocidad por los poblados.

En ocasiones incluso acabas cenando en su casa, o compartiendo con toda su familia durante una noche una sencilla cabaña de adobe dónde los adultos celebran tu aparición con regalos y parabienes como el invitado de honor que eres y los niños te observan durante horas sin necesidad alguna de pestañear.

Comiendo con los nuevos amigos

Me viene a la cabeza ese poblado perdido de Madagascar, donde el azar (y el mal estado de mi canoa que hacía agua) hizo que atracásemos en ese rincón perdido de la mano de dios. Mientras el «piragüero” trataba de reparar la canoa (sin éxito, pero eso es otra historia) me di una vuelta por el poblado donde acabé entablando una más que básica conversación con un joven matrimonio. Apenas me había dado tiempo a sentarme en el suelo de su choza dónde me habían invitado para resguardarnos del sol cuando él saco unos arrugados billetes de entre sus escasas ropas y disimuladamente mandó a uno de los chavales que nos observaban desde la entrada, a comprar una limonada para su invitado. Y allí estaba yo, en una choza de adobe, con una raída mosquitera, un par de cazuelas y una estera de paja trenzada como todo mobiliario, bebiendo la limonada con mis anfitriones que compartieron conmigo lo poco que tenían y que no pidieron nada a cambio.

Podría poner mil ejemplos de las situaciones que acontecen al viajar de una forma más independiente. Es cierto que disfruto como el que más de una casa rural con encanto, de un tapeo con los amigos o de un buen vino con una mejor compañía, pero reconozco que mientras la salud me lo permita, seguiré viajando de esta forma, para ver y vivir cosas que de otra forma nunca podría experimentar.

Y sobre todo y lo más importante, el darme cuenta de lo afortunado que soy de vivir en la parte «amable» del mundo, llena de facilidades y comodidades, dónde abres un grifo y sale agua, o tienes luz con sólo pulsar un interruptor a cualquier hora del día. Y no olvidemos, que tenemos la inmensa suerte de tener todas estas cosas, tan solo por la simple casualidad de haber nacido donde hemos nacido, y no unos cientos de  kilómetros más al sur

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